Ideologías
coloniales
Como enseñaba un ilustre
español, “cuando en el año 1762 Jacobo
Rousseau publicaba su Contrato Social, dejó de ser la verdad una realidad
permanente de razón para convertirse en un capricho momentáneo de las papeletas
de votación, decidiéndose en un abrir y cerrar de ojos cuestiones tales como si
Dios existe o es una ficción, o si la Patria debe suicidarse porque el número
así lo determina”.
Unos años antes, Voltaire el Sucio había expuesto, con menos tapujos que
Rousseau, las bases reales de esta visión “filosófica” del mundo: la relatividad de la moral. “Moral”, para Voltaire, “es sólo lo que nos
produce placer” (aunque ese ‘placer’ consista en cosas horribles como
suicidarse, estudiar a Marx y Engels, o mirar televisión).
Ahora bien, esta ideología de pasarla-yo-bien-aunque-el-mundo-reviente
tiene sus inconvenientes. Porque si
lo que a uno le causa placer es –por ejemplo- rapiñar a los transeúntes, y a los
transeúntes les complace conservar sus bienes sin que se los quiten, y si ambas
conductas –la del rapiñero y la del rapiñado —son igualmente legítimas para el
sistema liberal (porque ambas complacen), el
liberalismo es el sistema infalible de guerra de todos contra todos, y es,
literalmente, inhumano, pues el homo sapiens es, por naturaleza, un animal
social.
Los liberales tuvieron que buscar
una “solución”.
La dio Hobbes. ¿Cómo lograr –se pregunta Hobbes-- que la
sociedad funcione en esta babel de individualismos? Pues sometiendo a todos a la tiranía del
Estado (el monstruo Leviathán, lo llama él con acierto). “Ley” es todo lo que
manda el Gobierno, y el pueblo, a callar.
La ley no reposa sobre ninguna base moral, o, mejor dicho, “moral” es lo
que dispone el mandamás. El pueblo, asustado por los efectos del libertinaje
liberal, se resigna a servir al Estado-Monstruo, que le da seguridad. Es el famoso “amansarse para vivir”.
Esta solución brutal que describe Hobbes
-- Individualismo à
Guerra Social à
Estado totalitario-- es
totalmente lógica y revela en que acaban las melosas palabras libertarias del
liberalismo. Pero a los creadores del sistema no les gustó tanta franqueza,
temiendo una reacción de las personas cuerdas –las que admiten la necesidad de
una autoridad justa y leyes que se basen en la Razón y no en el despotismo del
gobernante. Para evitar, pues, el enojo
de la gente decente, entró en escena ese enfermo de cuerpo y alma llamado Rousseau[1] que
intentó disfrazar con patrañas la sincera regla de Hobbes.
Vendiendo el Obelisco
La “solución” de Rousseau es que los
individuos entreguen libremente TODA
su libertad, IRREVOCABLEMENTE, a un ente ficticio llamado Voluntad General, que
los representa a todos. Esa Voluntad
General es el mismo Leviathán descripto
por Hobbes, pero como ese ser imaginario supuestamente actúa “en nombre de
todos” --admiremos la artimaña—su tiranía no es tiránica, porque emana de la voluntad
de las propias víctimas, ¡y hasta los ayuda a ser libres y aprovechar sin estorbos
los cenagosos placeres prometidos por Voltaire!
[Pensándolo
bien, tener que soportar al Leviathán sin maquillaje de Hobbes es menos cruel
que tragar la píldora de Rousseau de que nosotros mismos, por nuestra “libre”
voluntad, nos sometimos a una tiranía que nos “representa”, ganándonos así el derecho
a ser esclavos orgullosos de nuestras cadenas, que serían la expresión tangible
de nuestra libertad. El hombre de Hobbes
es esclavo. El de Rousseau es esclavo y
estúpido.]
¿Pero Rousseau es liberal o
comunista? Es liberal y comunista. El bello proyecto
de realización del individuo-dios termina, por la vía de la Voluntad General,
en el totalitarismo más despiadado. Léase
el notable estudio de Jacques Ploncard d’Assac, disponible en Internet.
Esta enfermiza contradicción –según
la cual para seguir siendo libre hay que perder la libertad -- no es la única
incongruencia liberal. En 1789, una asamblea
emanada de la sangrienta Revolución de los Usureros (también conocida como
Revolución Francesa) proclamaba los “Derechos del Hombre y del Ciudadano”, que se
ha convertido en la religión de una humanidad atea. Su artículo 2 “garantiza” derechos tales como
libertad, propiedad, seguridad y resistencia a la opresión. Todos esos derechos
se habían respetado en Francia sin alharaca y sin guillotina durante siglos,
hasta que el infradotado Luis XVI, manipulado por las sociedades secretas,
entregó el poder financiero del Estado a los agentes de Rotschild, que se
dedicaron asiduamente a oprimir al pueblo para rebelarlo contra el trono, el
altar y las corporaciones, que estorbaban a la banca en su designio de exprimir
a los “individuos libres”.[2] [3] Abatidas por la Revolución las verdaderas
defensas de la libertad –la moral tradicional, los fueros locales, los gremios—las
“garantías” previstas en las Declaraciones pasaron a valer menos que el papel
en que estaban escritas.[4]
Además, el aguafiestas Pancho Berra,
a quien tampoco entusiasman las Declaraciones de Derechos, nos recuerda que quien reclama libertad proclama su condición
de esclavo, porque la libertad es bien esencial a la condición humana. Nadie le puede quitar la libertad interior al
hombre aunque esté en Vorkuta, en el Concar, o en el liceo sufriendo el lavado
de cerebro de los programas oficiales.
¿Qué impresión dejaron esas “Declaraciones” en el pueblo francés? Algunos intelectuales cerebralmente muertos
se dejaron embaucar por su excelencia. Más
sensato, el campesinado, expresión genuina de la Francia Eterna de San Luis y
Carlomagno, se alzó contra la Mentira y el Crimen Institucionalizados, en el
heroico movimiento de la Vendée, que los revolucionarios liberales tardaron una década en sofocar con tropas extranjeras.
Poco tardó, pues, el pueblo de Francia, supuesto beneficiario de la
“Declaración”, en comprobar que la cosa no iba con él; que otras “verdades” de
los padres del liberalismo se iban perfilando en la práctica, y que el pueblo
“soberano” no tenía que meterse en política, porque eso de gobernar era tarea
de la Criptocracia parasitaria, y no del pobrerío. Otros liberales (de la
subespecie marxista), los tupamaros, calificaban al pueblo oriental como “el
cascarriaje”, en perfecta sintonía con los adalides de la revolución
plutocrática de 1789).
Y a través de la guillotina y la “leva en masa” –abusos que no había cometido
ninguna monarquía pagana ni cristiana —la revolución liberal arrancó de cuajo
el “derecho de resistencia a la opresión”.
En 1793 Robespierre se encargaría de recordárselo al pueblo con el
argumento más convincente: el de que resistir a la Voluntad General que lo
hacía “libre” era un delito que se pagaba con la vida.
Pero ¿no habíamos quedado en que la moral es la autorrealización
individual irrestricta?
El régimen terrorista de Robespierre no lo entendía así, y como fiel
seguidor de los principios rousseaunianos, en sólo cuatro meses hizo pagar con
la guillotina a más de 12.000 individuos el haber confiado en la libertad
liberal.
Esa incoherencia institucionalizada se propagó por el mundo como una
especie de “derrame” tóxico, y como repugna al sentido común con que todo ser
humano llega al mundo, sus agentes tuvieron que convertirla en un dogma -- la religión de la “Diosa Razón” (una especie
de Leimanyá).
El mundo está, pues, gobernado por “la Razón”. Pero, ¿cuál de todas las
razones liberales? ¿La de Voltaire, la de Robespierre, la de Sanguinetti-Lacalle-Mujica,
la de Mao? El principio de
autorrealización que el liberalismo pregonaba iba a chocar con la cambiante
legalidad formal de cada momento, que la “voluntad general” podía cambiar a su
antojo. ¡Ay de los que discrepen con la
“verdad” oficial del momento, porque los liberales, verbalmente tan tolerantes,
tienen la mano pesada! “¡No
hay libertad para los enemigos de la libertad!” es su lema. O como enseñaba el liberal Domingo Faustino
Sarmiento: “No ahorre sangre de gauchos: es lo único que tienen de seres humanos. ¡ese
es un abono útil al país!”. La hecatombe del pueblo paraguayo, precedida
por el crimen de Paysandú; la guerra bacteriológica de los ingleses contra los
pieles rojas[5], las carnicerías de Kemal
Atatürk[6], el
asesinato del Presidente ecuatoriano García Moreno y del Presidente oriental
Idiarte Borda, las Guerras del Opio para obligar a China a importar drogas en honor a la Libertad de Comercio, el
exterminio de los iraquíes para “liberar” sus cadáveres, son apenas un puñado
de ejemplos de la “verdad verdadera” de este sistema homicida.
Más de dos siglos han pasado de esta revolución contra natura, y sigue
el mundo occidental sometido a la misma receta de bellas palabras e inocentes
que mueren a millones.
El joven Siglo XXI, teñido de “tolerancia e igualdad”, no ha traído a
los pueblos ningún alivio. Por el contrario,
el liberalismo se siente fuerte y ya no oculta su repulsivo rostro. Hoy sus
ideólogos proclaman abiertamente la conveniencia de rebajar sueldos y
jubilaciones, o hacer pagar a los indigentes en los hospitales públicos, y sus pensadores
más “avanzados” aconsejan suprimir físicamente el “exceso” de población. Es la hora de Hobbes con un Leviathán
(Gobierno Mundial) que no oculta sus garras.
No todos entienden lo que está
sucediendo. Por ejemplo los
delincuentes.
En nuestro país es constante el aumento del número de procesados por delitos
como narcotráfico, crímenes sexuales, homicidios y otros actos repudiables para
la gente respetuosa de los principios morales que hacen a la naturaleza del ser
humano, pero para el liberal fiel a sus ideas, el crimen es simplemente un
“estilo de vida” más, una manera de buscar la felicidad tan aceptable como la
del individuo que opta por el trabajo honesto.
Pero las hordas de narcos, criminales sexuales, delincuentes de guante
blanco y demás ralea que se hacinan en los penales del Estado Liberal se
preguntan angustiados: “¿No me habían inculcado que delinquir es
una forma de autorrealización personal y que ningún principio moral es sagrado?
¿Por qué me han encerrado en este inmundo calabozo?”
Y tienen toda la razón. Algunos
incautos delincuentes seguramente regularon su conducta por las declaraciones de juntavotos empingorotados
en cargos presidenciales (J. Batlle y Mujica) y/o aspirantes a sucederlos en
los goces del poder (Lacalle junior), de que legalizar las drogas y obligar al
pueblo trabajador a subsidiar el vicio de los drogadictos es lo mejor para
nuestra juventud. Seguramente esos
infelices criminales hicieron fe en la seriedad de las máximas autoridades oficiales
del Uruguay; ungidas por la sacrosanta ley liberal del número, y delinquieron
un poco antes de que esa legislación liberal marihuanófila fuera promulgada. Son víctimas del almanaque.
Otros antisociales escucharon atentamente a los parlamentarios liberales
hacer la apología del asesinato de niños (aborto), o al liberal Guillot,
entonces Presidente de la Suprema Corte de Justicia, que también dictaminó, como
jurisperito que era, que la legalización de las drogas es la solución a la
drogadicción, omitiendo en su brumosa ideología algo que sabe cualquier
iletrado: que la droga es la muerte del infeliz que se envicia y la muerte de
civiles y policías víctimas de los crímenes cometidos por drogadictos y
narcotraficantes.
El delito de ser impaciente
Nadie le explicó honestamente a esa población carcelaria, que la “verdad
liberal” es una “verdad” inestable, y pasa a ser mentira y a ser punible cuando una nueva ley --una “nueva verdad”-- la
sustituye.
Esos convictos gimen en celdas infectas por Delito de Impaciencia. No tuvieron el tino de esperar unos
meses o días hasta que prosperaran las iniciativas permisivas de los despenalizadores y sus monstruosos
crímenes se convirtieran en actos “penalmente indiferentes”.
La escoria social debería, pues, consultar asiduamente el Registro de
Leyes para saber si “hoy” su afición a quedarse con lo ajeno o abusar del
prójimo es lícita o ilícita, y esperar, por ejemplo para cometer actos de pedofilia,
a que la norma liberal considere esa conducta como lícita y por lo tanto respetable,
ética, democrática, y a sus autores dignos de protección legal contra los
incivilizados individuos que temiendo por la seguridad de sus hijos puedan
insultar a sus vecinos degenerados, ofendiendo así el “Orgullo Pedófilo”. Porque si esa conducta es “despenalizada”,
violar niños se convierte en un “estilo de vida” tan respetable como la
conducta sexual normal y moral, y el padre de familia que exterioriza su indignación
ante esos actos bestiales comete los crímenes de “pedofilofobia” u “odio al pedófilo”
y “discriminación” contra quien realiza actos no sólo lícitos, sino ¡hasta
honrosos![7]
Ante estas curiosas situaciones, los “intolerantes” --¡que la Diosa
Razón los perdone!-- empiezan a
sospechar que el liberalismo es una contradicción deliberada, inventada para engañar y someter a los pueblos.
Así como Robespierre hablaba de libertades cívicas y luego “decapitaba” (ideológica
y físicamente) a quienes querían gozar de esas mismas libertades, así también
el pueblo uruguayo tuvo que contemplar a un Guillot (no Guillotín) ponderando
públicamente los beneficios de la legalización de las drogas, para que luego el
mismo sistema liberal desde el Poder Ejecutivo reprimiera a los infelices que
obrando según el criterio criminológico del Presidente de la Suprema Corte de
Justicia terminaron convertidos en narcodependientes y/o narcotraficantes y
carne de presidio simplemente por perpetrar los mismísimos actos que Guillot
proclamó tolerables y cuya legalización sería un notable progreso para la
República.
Las clases criminales tienen derecho de ser informadas de que el
artículo 2 de los “Derechos del Hombre y del Ciudadano” fue para los liberales
un frívolo capricho momentáneo.
Pero otros analistas rechazan la teoría del capricho, y observan que el
liberalismo proclamó todos esos pomposos derechos mientras estaba en
inferioridad de fuerzas ante una sociedad espiritualmente sana. Y que habiendo logrado subvertir el poder
político y corromper la sociedad se quitó la máscara, mandó al archivo las
declaraciones de derechos y esgrimió el Gran
Garrote, en medio del asombro de los liberales incautos, que son sólida
mayoría entre los fieles de la iglesia liberal.
En nuestros días abundan las pruebas de esta teoría. Para masacrar pueblos ya ni hace falta
invocar a la ONU: basta la fuerza bruta.
Culmina así el sórdido ciclo
histórico del liberalismo. Implorante de
derechos hasta que los obtiene, luego priva de derechos a los no liberales.
O como cantaba el italiano: “¡Libertà,
libertà! / En quanto che commandate voi”.
[1] Este
apóstol de la libertad, aunque hombre pudiente, metió a todos sus hijos en un
asilo de huérfanos.
[2] Ver “Secret Societies and Subversive
Movements”, el clásico de Nesta Webster.
[3] ¿Le suena, lector? Estudie la
actuación de los “economistas-bisagra” que manejan los resortes del poder
gubernamental en el Uruguay y su política de “crecimiento macro” a costa del
“pueblo micro”, impulsando así a la gente a votar, como reacción, al marxismo.
[4] En el Uruguay, por ejemplo, cada reforma constitucional nos trae más y
más “derechos y garantías” palabreros y el pueblo cada vez vive peor.
[5] Según Discovery Channel, los ingleses les
regalaban frazadas contaminadas de viruela, siendo éste el primer ejemplo de
guerra bacteriológica en la historia.
[7] No es
ficción. El Partido del Aborto (alias Frente Amplio) “despenalizó” el
infanticidio bajo el nombre de “Ley de SALUD (¡!) Reproductiva”. En el manicomio institucionalizado, los
infanticidas merecen una condecoración como Hipócrates, Carrel, Fleming o
Morquio, pues matan niños para fomentar la salud pública (de los
sobrevivientes).
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