El mundo actual lleva a adecuar
las instituciones, reestructurar los organismos, crear otras formas de
relación, buscar con inteligencia, audacia y sentido de la integración, pero
con plena autonomía nacional, los caminos más idóneos para la felicidad pública.
Caído el Muro de Berlín, asistimos a una nueva agenda, que incluye el
terrorismo, el narcotráfico, las migraciones, la ecología, el tráfico de armas
y de personas, transformaciones estratégicas en el escenario internacional. Surgieron,
pues, nuevas interrogantes, pero el Uruguay oficial, impertérrito, sigue
encerrado en sus problemas internos.
Durante los gobiernos de la
izquierda no se prestó atención a las relaciones internacionales determinantes
de nuestro desarrollo actual y futuro. Un claro ejemplo es que durante el
gobierno de Tabaré Vázquez se rechazó un Tratado de Libre Comercio (TLC) con
Estados Unidos. Desde el retorno de la democracia (formal) hemos tenido la oportunidad y necesidad de
encontrar amplios consensos en los temas que afectan las relaciones
cívico-militares, que debieron haber sido analizados, evaluados y definidos.
Lamentablemente persiste la desconfianza y no se ha querido dar pasos sinceros
hacia el reencuentro y la unidad que permitiera a civiles y militares, cada uno
en su ámbito, servir mejor los supremos intereses nacionales. La persistencia
del problema conduce, lógicamente, a pensar que no se trata de simples
personalismos o rencores vulgares, sino de un designio consciente de impedir la
armonía social, para que el país, así debilitado, sea fácil presa del programa
globalizador que persigue la sumisión de todos los pueblos y naciones.
Corresponden aquí dos observaciones. Primero,
que los prejuicios, la contaminación ideológica de las apreciaciones y
decisiones, nunca partieron de las FFAA. Segundo, que mucho se habría avanzado
hacia el entendimiento y mutuo respeto de militares y civiles con una medida
elemental: explicitar constitucionalmente el objetivo de la fuerza militar.
Este es un déficit sólo imputable a aquel
estamento institucional que es el encargado de elaborar y sancionar las leyes:
el llamado “sistema político”, expresión equívoca y falaz que debería
sustituirse por “los políticos profesionales”, para no rebajar al nivel
comiteril una noble función social, la Política, que es el arte de determinar
qué afirma y consolida a la Patria en su integridad de ser y qué conspira
contra su soberanía, independencia, justicia social y la consolidación del
patrimonio ético de su población, o sea detectar y erradicar todo aquello que
debilita, divide, desintegra y corrompe a nuestro ser colectivo. Alta misión, la Política, que sólo por
ignorancia incurable puede confundirse con las malas artes de los demagogos
cuya única meta es aferrarse, al precio que fuere, a sus canonjías.
Es obvio que era el personal
rentado al que la ciudadanía confió generosamente la gestión de la función
pública –legisladores y administradores de todo linaje y escalafón—el que tenía
la obligación de definir constitucionalmente la misión de la fuerza armada en
la realidad actual, sin alterar un ápice, por cierto, la identidad de la
institución castrense como suprema línea de defensa cuando todos los medios incruentos
son insuficientes.
Al faltar a esa obligación, los integrantes
de la “clase” o “casta” política han incurrido en ineptitud para el ejercicio
de sus cargos –causa constitucional de destitución-- generando para el país la
dramática situación en que proliferan leyes, decretos, reglamentos, ordenanzas
y úkases de todo linaje y estirpe que por falta de motivación honesta y
patriótica son ilegítimos. Nada menos que una personalidad de izquierda, el Dr.
Gelsi Bidart, lo enseñaba señalando que una norma es ilegítima, jurídicamente
viciada, y por ende no ha de cumplirse, cuando a pesar de haberse observado en
su producción los ritos legales formales, no está inspirada en el bien común,
sino en “bienes”particulares, sectarios, o en sugerencias de poderes ocultos
que operan en el sigilo y el secreto. Lamentablemente, la enseñanza de tan
destacado jurisconsulto fue desoída en su propia familia ideológica y en el
resto del arco partidocrático.
Durante los gobiernos de
izquierda se ha desconocido --por supuesto-- el principio de que el Estado se
explica y justifica por la necesidad de conservar la comunidad nacional y de
asegurar en ella un orden de vida basado en la jerarquía de los valores. Es que el imperativo ideológico confeso de
esa fuerza es la inexistencia de principios y categorías permanente., como lo
prueba la lectura de sus más calificados ideólogos. Sólo dejando de ser lo que
es podría la izquierda adherir sinceramente a valores como la vida, la
libertad, el trabajo, el honor, el respeto de la palabra empeñada, el amor a la
Patria, en lugar de mentarlos hipócritamente porque le consta que al pueblo
común no podría arrancarle un solo voto proclamando sus verdaderas intenciones.
Pero más inadmisible aún, si se
quiere, es la posición acomodaticia y pusilánime de políticos que no abrevan
formalmente en las cenagosas aguas del ideario izquierdista y se autodescriben
como “opositores”, pero para los cuales no hay otro criterio de santidad y
venerabilidad de la ley que el dictado de una mayoría circunstancial forjada,
con alarmante frecuencia, en conciliábulos extraparlamentarios,
supraparlamentarios.
Un caso claro del contubernio se
da en relación con las FFAA. Ante la alarma
social de un pueblo inerme ante la dictadura de la violencia surgen de
diferentes tiendas partidistas, iniciativas de participación de las
instituciones castrenses en el restablecimiento del orden. Pero cuidado con la intención de ir
convirtiendo las FFAA en las fuerzas de represión de este régimen para que éste
pueda satisfacer su vocación autoritaria. Las FFAA no están preparadas para
cumplir funciones especificas de la Policía en el Orden Interno, ni para
combatir la inseguridad, ni para reprimir el narcotráfico. Existen sobradas
experiencias en países como México, nada alentadoras a ese respecto. No es
acertado asignar al Ejército funciones que son de la policía, hoy desbordada
por la delincuencia, no por falta de recursos sino por la ineficiencia voluntaria
de la gestión política del MI. La Policía y la Justicia disponen de los
instrumentos necesarios para combatir el crimen organizado. Requieren, sí,
ajustes para mejorar la eficacia y tener una estrategia clara en la lucha contra
el narcotráfico, no pueden seguir funcionando, con una impunidad que ya es
tolerancia, las bocas de pasta base, ni debe seguirse esperando una política de
Frontera que ponga fin al libre tránsito de las drogas, ni es admisible que los
reclusos de los Penales telefónicamente dirijan sus bandas sin ningún tipo de
impedimento.
Más que pensar en la utilización de
las FFAA para cometidos que les son específicos, la clase o casta política
debería pensar en Políticas Públicas que permitan al Uruguay tener una Policía
que reclute bien; profesionalizar a sus integrantes; que el policía sea
respetado por la sociedad; que gane un salario digno, que termine la ignominia
del servicio 222. Si medidas de este
tipo, que comprende cualquier ciudadano, “no se les ocurren” a los “estadistas”
que soporta la República, es de sentido común que los fines que éstos persiguen son otros: tolerar y hasta fomentar
la inseguridad para facilitar el tránsito de las actuales FFAA, al servicio de la
Patria, hacia un final ignominioso en que se las convierta en el brazo armado
de un sistema ideológicamente incompatible con los intereses esenciales y
permanentes de la República Oriental del Uruguay.
Cnel. (r) Luis Agosto Bessonart
UNIDAD NACIONALISTA